Ronald era de esas personas que se dormían al tocar los asientos del autobús, por eso es este relato no empieza diciendo que dormía, sino que las entradas que se asomaban fervientemente en su cabeza se balanceaban sin cesar y sin dueño, como las olas de un mar, de un mar de sueños.
Esta es la historia de una mujer infiel, o para ser más específicos, de una mujer que estaba siendo infiel mientras Juan dormía en el arrullo caluroso y mal oliente de un autobús con dirección a Maracay a través de los interminables baches de las calles de Mariara.
Juan había estado desesperado por ella, porque no lo dejase, por no perderla. Pero la desesperación es egoísta y el egoísmo desvía la atención de las cosas obvias que están frente a tus ojos. En otras palabras, era bastante claro que su mujer estaba viendo a otro, pensando a otro y, naturalmente, alejándose de Ronald para tener tiempo y espacio de dudar de su amor en otros brazos, con otro hombre dentro de ella.
El miedo de perderla acrecentaba su deseo, la cercanía en su mente de un final definitivo y atroz lo llenaba de una fuerza voraz e intensa que lo perseguía hasta en sueños, desarrollando así el hábito hasta ahora nunca antes presente de hablar en sueños.
En sueños hablaba, hablaba con ella, y a ella le contaba sus sueños incluso antes de despertarse, como si tuviese prisa, la prisa de los que temen la única muerte posible, la del olvido.
Pensaba en ti. En toda tu piel, te miraba acostada, boca arriba, tus senos desplegándose bajo su propio peso; son tan hermosos, con tu piel de arequipe, dulce como ella sola, y esos pezones oscuros que me hacen agua la boca. Creo que cuando pienso en ti se me hace agua la boca porque me das sed, me das ganas de beberte, de hidratarme de ti, de sentir los tonos de tu piel en mi lengua, y llenarte por completo de saliva, y sentir ese sabor a ti que nadie más tiene. Sentir esa suavidad y frescura de la que me llenas mientras te beso y mi pene crece, y se endurece, y te quiero penetrar por todas partes y de todas las formas en las que sabes que sólo yo sé cómo hacerlo.
Entonces despertaba, con una viscosidad saliendo tanto de sus labios como de su endurecido pene. Su piel se despegaba como un suspiro del cristal ardiente de la ventana, adherido a su piel por el sudor escalofriante de un despertar abrupto. Sus ojos no le dolían, pero era algo peor que dolerle, no podía sentirlos debajo de esos pesados párpados que se negaban a abrirse con la misma vehemencia con la que él se negaba a dejar ir a la mujer que amaba. Un bostezo que parecía tragarse el autobús, los pasajeros y su mal aliento al mismo tiempo consiguió hacerlo lagrimar; eran lágrimas las que necesitaba para abrir los ojos, y eran también lágrimas las que estaban por llegar a su vida, pero él todavía no sabía que estaban generándose al mismo tiempo que el deseaba con todo su ser por última vez a la mujer que era el centro de su vida, y estaba por convertirse en el centro de su muerte.