sábado, 8 de agosto de 2015

Tamayo y la nieve.

Los pinos estaban de color verde sueño, parecían dormidos de tanto frío. Desde las puntas de las hojas goteaban pesados copos de nieve, dejando tras su caída una estela de blanco vapor congelado.

Quién iba a pensar, en especial ella misma, que iba a durar tanto tiempo fuera de casa y en especial en esa casa tan hermosa, ideal para morir de nostalgia. Qué clase de absurda idea les hace pensar a los melancólicos de tierras húmedas y calientes que la seca maldición del invierno puede darles algún tipo de novedosa alegría; si lo más parecido a una sonrisa en estas tierras sin dueño (porque su espléndida cualidad de infierno impide hasta al aullido de los lobos, rozar en su belleza el sentido de pertenencia; pues en sí misma es esa la melodía característica de la dolorosa música que contagia el caminar de todo corazon que por estos senderos de pasos borrados, andando, se encuentra, con la compañía más dolorosa sobre la faz de la nieve, esa compañía de estar junto a lo seres y la ardiente leña, y no ver más que recuerdos, recuerdos que inundan las pupilas, y de vez en cuando movidos por alguna áspera caricia del viento, se derraman.), es esa sonrisa, atropellada por la ardiente brisa que se estrella contra el rostro y los sentimientos como un delicioso helado de piedra.

Quién iba a pensar, en especial Tamayo, que en medio de tanto frío, recuerdo y dolor. Se encontraría por primera vez, sus sueños y sus miedos, mientras su cuerpo colgaba suspendido en la belleza protectora de mis brazos.

Estoy contigo, Tamayo, quién iba a pensarlo; en especial yo, que conocí el amor al tenerte entre mi pecho y mis brazos. Y al escuchar, mientras alumbra a la fuerza que guía hacía nuestra noche de amor, a mis pasos, ese canto único, cuya sola descripción posible, es el mar del caribe que nace del blanco hielo que se derrite al escuchar tu voz y tus canciones de añoranza de tierra y de gente, mientras tu tan codiciado cuerpo, de una vez y por todas, me ama más allá de la nieve y los sueños.

Un lobo dejó de aullar, una mujer dejó de cantar. Creo que te amo, Tamayo.













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