Salí a la noche y faltaba la luna, las nubes nublaban todo el firmamento. Gateaba como un ciego tanteando las cosas, porque la ceguera es ver con la memoria. Me adentro al bosque, y la noche es tan honda, que parece jamás haber empezado. Una sensación invade mi cuerpo, lástima (y lastima) que no sea oscura como la noche, sino más bien una sensación vibrante y blanca, una perturbación; como las de quienes inútilmente tratan de buscar en el pasado lo que no tiene respuesta, lo que sólo puede descubrirse; como la amargura de quienes prefieren la comodidad del pensamiento antes que la destructora muerte (belleza y muerte) del amor, que destruye todos los caminos a su alrededor, hasta que no quede más que él mismo, con toda su indescriptible e inmesurable inmensidad con sabor a perfume. Un perfume, que ni la memoria puede rescatar, lo máximo que se puede, o mejor dicho, lo único que se puede hacer con el amor, es morir con él.
Observaba las nubes y las caricias luminosas que la luna les hacía. No era una promesa, era una caricia, no esperaba ser despejada; la luna besaba su estorbo, o mejor, no era conciente de él; la luna no sabe que brilla, no lo intenta, simplemente brilla.
En ese momento las nubes sin saberse obstáculo (ni tampoco nubes) se hicieron a un lado. Y como asomada por una ventana llena de flores de algodon, se encontraba la amarilla, y fue como ver el rostro de mi Amarilla Pálida -cada día te descubro un nuevo rostro, de ese tamaño es tu inmensidad-. Ah, qué tonto, pensar que estabamos incomunicados y distantes, cuando realmente vives en mí, te encuentras en todas partes. Como en la luna, hace rato; como ahora, en este temblar agitado e incontrolable de mi palpitante corazón que escribe.
Luego no habían lunas y era como si por primera vez el amarillo se inventara. Y eras irresistiblemente tú.
¿Quién creó la luna con su redondez perfecta? Oh, qué errónea pregunta. Nosotros sólo creamos cosas muertas, las cosas vivas se crean a sí mismas. La luna no fue creada, la luna existe. Tan lejos de esas cuatro letras, tan cerca de quién la observa con todos sus sentidos, y sin memoria.
Esa redondez perfecta no la hizo ella, no la hizo nadie, esa redondez perfecta ocurre porque no puede ocurrir de otra manera.
Como nuestro amor, a veces con nubes, a veces con miedos, pero siempre ahí, más allá de todo, hasta de nosotros mismos, hasta más allá de la resplandeciente luna.
Y la luna fue haciéndose luego cada vez más pálida, y era como si el color amarillo jamás hubiese existido y como si fuese la primera vez que la luna es blanca y que las nubes la cubren. Porque las nubes -La palabra Lunes parece una mezcla de nubes y luna, preciosa palabra- no regresan ni se van, ni cubren ni despejan, todas esas interpretaciones las inventamos nosotros; y por querer inventarlas, no sentimos la verdadera belleza, la belleza en sí misma y no inventada por nuestros deseos de poder tenerla aunque sea en palabras o en ideas. de pronto todo se tornó claro y todo se tornó visible, ya no necesitaba ver con mi memoria, la blancura pura le regalaba de nuevo a mis ojos, la dicha de sentir todas las cosas. Y por no necesitar usar la memoria, no la usé, y era como si viera todo por primera vez.
Hola, mucho gusto, Amarilla Luna Pálida, creo que te amo, espero no pienses que estoy loco, sólo porque te lo digo ahora, luego de verte, por primera vez.
Porque el único amor verdadero es el que ocurre a primera vista. O mejor, amar es siempre ver por primera vez.