Mi madre me despertaba todas las mañanas de la forma más amorosa posible, se dejaba caer en la cama a mi lado, y yo sentía su leve peso y ese calor de ella que podría distinguir entre todos los calores del mundo. Mi madre siempre estaba caliente, tenía sangre de fuego, y yo también.
Me despertaba con un dulce beso en la mejilla, y me daba cosquillas en la oreja, a veces siento que mi barba es un bosque y que toda la vida que hay en ella fue porque mi madre la sembró con sus besos.
Mi madre me amó como a nadie en esta vida, a veces, era demasiado, y llegaba por momentos a odiarla porque me asfixiaba y estaba tan presente que hasta me aburría. A veces me pregunto si mi forma de sentirme amado por los otros es sintiendo que están tan presentes hasta que me aburren, tal y como ocurría con mi madre. Es como que, ¿por qué no me dejas aburrirme de ti con tu constante atención, acaso no me amas? Sí, también estoy riendo sin mover mi boca en este momento.
Mi madre no recibió amor de sus padres, nació en pobreza extrema, y la peor pobreza es la de quien no recibe ni siquiera amor. Y mi padre no merecía tampoco ese amor que ella se moría por recibir dando, así que cuando yo nací, me convertí en todo para ella, hasta el punto en el que cada veinte minutos entraba en el cuarto para asegurarse de que estaba respirando.
La escuela fue para mí una tortura, mis habilidades sociales eran muy pobres, el mundo me daba miedo y yo me defendía de ese miedo con una cortina de odio. Los profesores siempre se alarmaban con mi seriedad y mi silencio, y los únicos amigos que tuve eran aquellos que querían la compañía de alguien que no se cansara de escucharlos. Y sí, también sentía que mis verdaderos amigos eran aquellos que me contaban tanto de su vida que hasta me aburrían. Era la forma que tenía de identificar quién me quería.
Mi transportista era Nidia, una negra con figura de hipopótamo que manejaba una camioneta amarilla que eran las que usaban la mayoría de los transportistas escolares en ese tiempo. Recuerdo que era escandalosa, chusma e insolente, y su hijo, Luis, era una repetición de ella, pero sin ser gordo.
Un día al terminar las clases, me demoré un poco, y al salir a la zona del transporte no encontré a nadie en la fila de niños que se iban en el mío. No puedo poner en palabras la sensación eterna de angustia que recorría mi sangre cuando las filas de otros niños que iban a otros transportes se iban drenando hasta el punto en el que me quede solo, el sol del mediodía ardía a unos centímetros de mí, y yo sentía que la sombra en la que me refugíaba pesaba como la muerte.
Nunca tuve el coraje de hablar y pedir ayuda, hablar con otros me resultaba aterrador, mi vida transcurría en la observación silenciosa y alerta para entenderlo todo a mi alrededor sin tener que hablar. La confusión se apoderó de mí, empecé a caminar por los salones vacíos, me ardía el estómago y mis manos estaban empapadas de un sudor frío que aún no puedo creer que saliese de un cuerpo tan caliente como el mío.
Me dije a mí mismo que todo estaría bien, pues ya desde ese entonces tenía el hábito de los niños solitarios de monologar a todas horas, pero no me creí ni una sola palabra de aliento. Al final no resistí, me senté bajo la sombra de un árbol delgado que estaba rodeado por una jardinera compuesta de ladrillos naranja, y empecé a llorar con el mismo llanto que terminaría sintiendo por el resto de mi vida cada vez que me sentía abandonado.
Recuerdo que casi no podía ver nada a mi alrededor porque mis ojos estaban demasiado mojados, yo que siempre había odiado sentirme vulnerable me encontraba allí, llorando a plena luz del sol en el centro de un mundo que ya no tenía sentido para mí. Sentí que iba a morir, que era el final.
Luego pasó una muchacha que antiguamente había estado en ese transporte pero se había cambiado para otro porque no soportaba a Nidia. Su nombre es Maria Lugo, y al verme me trató con una ternura maternal que estoy convencido desde ese día que toda mujer tiene escondida en algún rincón de su ser, y que existe porque sin ella la existencia de los hombres sería insoportablemente miserable.
Ella me caía mal porque era muy altanera y segura de sí misma, todo lo que yo deseaba ser y no me atrevía. Era gordita y lo disimulaba con una prominente estatura, y entonces se alarmó al verme y sostuvo mi rostro en llantos contra su panza, ella hubiese querido que fuese contra su naciente pecho, pero era muy alta.
Sábato me dijo una vez que siempre es el otro quien nos salva, y cuánta razón tenía ese triste viejo, pues Maria fue mi heroína, me llevó a la dirección y les explicó todo a todos, yo no podía hablar, me odiaba a mí mismo por sentirme tan débil, no quería llorar, pero cada vez que abría la boca sentía un golpe horrible en el fondo de mi estómago que me privaba en un llanto que si pudiese transmitirlo estoy seguro que me haría millonario ofreciéndolo en funerales de personas que nadie amó.
Era tan triste mi llanto que ni siquiera los niños que eran burlones y abusivos se atrevían a burlarse, hasta los niños más despiadados colocaban sus manos sobre mis hombros que saltaban furiosos al ritmo de mi inconsolable corazón.
Todo lo pude comunicar no más que a Maria, y ni siquiera fue con palabras sino moviendo la cabeza, era la única que podía hacerme ir más allá del dolor y el llanto.
Fue entonces cuando descubrí que mi dolor tenía nombre:
-Se olvidaron de él.
Dijo ella de una forma impetuosa, como todo lo que decía, y yo sentí que todo el dolor regresaba al ser capturado y contenido en una palabra: olvido. Y afortunadamente todo se solucionó sin problemas, aunque aún hoy en día siento al recordarlo la sensación de las lágrimas que lentamente se secan sobre tu ardiente rostro.
Cada vez que me siento abandonado por alguien que me amó, siento ese mismo llanto, y antes de dormir, mi mente se remonta a esos escenarios que recorrí desolado.
El abandono tiene un color amarillo, como la camioneta de Nidia.
Luego de eso me cambiaron de transporte, por supuesto, escogí el mismo al que se había cambiado Maria, pero esa es otra historia.