A estas alturas de mi vida ya me resigné a aceptar que moriré sin perdonar a ciertas personas de mi pasado, que cada vez que las recuerdo sentiré un profundo dolor, que cada vez que las piense las imaginaré pidiendo perdón y diciéndoles que no, que no lo merecen.
Y que debo mantener ese dolor conmigo, para evitar creer en esas respuestas fáciles, en esa peligrosa noción de seguridad que subyace en nuestra búsqueda de algo certero, y si lo buscamos, lo encontramos, aunque tengamos que inventarlo, que distorsionar la realidad.
A estas altura de mi vida he aprendido a vivir con el dolor, con que ciertos colores, nombres de ciudades o libros o autores me recuerden mucho a alguien, a alguien que me duele demasiado, y ver mi vida y darme cuenta que como la flor de loto soy quien soy luego de ese trauma.
A estas alturas de mi vida descubro la importancia de haber sido destruído, no sólo los odio a ellos sino también a mí mismo, y de ese odio nace el amor que por mí siento, la dignidad y libertad que ahora me corre por las venas.
El odio existe por haber creído en una mentira.
Por haber cometido errores, por haber deseado cosas imposibles.
Ese dolor abrió mis ojos, me arrancó el aire de mis venas, me hizo entender cosas de mí que nunca hubiera entendido de no haber experimentado un dolor y frustración tan hondos.
A estas alturas de mi vida entiendo que hay quienes nunca dejarán de dolerme, que moriré sin perdonar a ciertas personas, y que ese dolor me mantiene alerta, me mantiene vivo, me mantiene fuerte, evita que me dé por vencido, que me entregue a una agradable mentira.
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