Se llamaba Maria Fernanda, porque no hay otra manera de empezar la vida.
Yo era el chico malo, rebelde, arrogante, contestaba a los profesores, me agarraba a golpes con todo el mundo, los hombres me temían y las mujeres me deseaban, excepto cuando las trataba de forma especial.
Pero luego me metí en problemas con el lider de la pandilla a la que pertenecía, por problemas de faldas, por supuesto, y me vi recluido en mi propia casa, sin amigos, sin un grupo.
Sin embardo mi confinamiento solitario no estuvo tan solo, encontré los libros, y con ellos, por primera vez desde que salí del vientre de mi madre mi vida tuvo un sentido: la palabra.
Tenía metas, dejé de vestirme como un delincuente, llamar la atención ya no era necesario, mas no obstante, mi reputación de chico malo no se fue, y el origen de ser Raga era esa mezcla de ser deseado por mi arrogancia y ser admirado por mi inteligencia y mi integridad.
Trataba a todas las mujeres de la única forma a la que responden positivamente: como putas cordiales. No me acostaba con ellas, porque no tenía la destreza de las proezas alcanzadas: era virgen.
Maria Fernanda y yo nos deseábamos sin saber por qué, nunca nos buscamos, era su ároma lo que me llevó a abrazarla por la espalda sin motivo aquel día en el que esa niña buena no se fue puntual a su casa; y era mi fuerza la que le hacía brillar su rostro y rechazar a todos sus admiradores para abrirle paso a ese muchacho extraño que terminaría pasando a la historia con el nombre de Victor Hugo Raga.
Fuimos al cine en grupo, ella se quiso sentar conmigo, no me dejó alejarme, a pesar de que era lo que quería hacer, ya que había notado el interés de un chamo del grupo en ella. Para mí ella era una chama más, para él, ella era una princesa inalcanzable.
Pero las mujeres responden a lo que responden, no a lo que quieren creer.
Y entonces Maria se sentó conmigo, no dejó que la besara, y yo estaba aliviado, porque no tenía idea de lo que estaba haciendo.
14 años, ambos teníamos 14 años, hoy ha pasado tanto tiempo, y me da ternura verme a mí mismo después de cientos de mujeres y cientos de libros que han pasado por mi vida.
Ella se enojará, pero no recuerdo cuándo nos besamos, sin embargo recuerdo con detalles delicioso la primera vez que se trago mi pene.
La hice mía un día de abril, y hasta el sol de hoy ningún otro hombre ha tenido la fuerza para poseerla.
Si Venezuela no se hubiera hecho pedazos, hoy sería un padre de familia de día y un Joaquín Sabina de noche.
Duramos 5 años juntos, fui su dueño, su protector y la envidia de todas sus amigas.
Me pertenecía, sólo tenía ojos para mí y en la cama la había entrenado para ser mi perfecta puta.
Aquí es cuando todos empiezan a odiarme, porque les dejo en claro que un hombre puede tener todo lo que quiera de una mujer, su alma y su cuerpo, siempre y cuando tenga el coraje de vivir una vida de grandeza.
Yo me acostaba con otras y ella lloraba, y luego venía a que me la cogiera mientras me decía que por qué, y se corría de placer y de dolor al describirle sus mayores temores mientras mi pene la abría como si fuese un hacha cortando en dos la mar congelada.
Era puro instinto y nada de técnica, ella era mi mujer, me pertenecía y la adoraba, nunca nadie la consintió tanto, ni la llenó de esos dolores secretos que a las mujeres tanto les encantan.
Y hoy estoy aquí, honrándola en mis recuerdos, un poquito, no mucho, por mero placer de escribir.
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