Observé los libros en la ventana, y me di cuenta que cuando el cielo está nublado sus portadas no se ven tan hermosas. Por lo general al ver las portadas uno siente algo así como el deseo de leerlos todos a la vez, y junto a ese deseo, el miedo de que tal vez la vida o la muerte no consideren que ese deseo se deba satisfacer, y uno se siente como regresando de sumergir la mirada en un abismo sin fondo, luego de contemplar todas las posibilidades que podrían impedir la lectura de todos esos libros.
Al abrir la puerta resaltaban las ramas rojas del árbol del fondo a la izquierda, esas ramas ruborizadas resaltaban de inmediato en medio de tanto verde. La mirada se fue a la ventana, como despidiéndose con un suspiro de los trescientos libros. El canto de las aves era intenso pero no cercano, estaban todas bebiendo la ausencia de sol desde la copa de los árboles.
La dirección del caminar se fue hacia la salida más cercana a la calle principal, y pensé en la ardillita Lupe, y me pregunté si me estaría viendo aunque sea por lo menos en uno de sus frecuentes sueños.
¿Les conté cómo conocí a la pequeña Lupe? un día me hallaba trabajando, y estaba descansando del espantoso y ensordecedor sonido de las máquinas, y ella pasó junto a mí, como esas cosas que te pasan por un lado y sientes que nunca habías visto una cosa tan hermosa caminar sobre la tierra. Saltaba en vez de correr, su gracia era tan evidente como imposible de pasar por alto, saltaba con las dos patitas del frente sumergidas en su pecho, y las desenredaba para caer apoyada en ellas. Y seguía y seguía y en cada salto yo la sentía. No podía verme porque las ardillas sólo ven los movimientos. Estaba actuando tan natural y despreocupada, muy pocas cosas en el mundo podemos decir que son hermosas cuando nadie las está viendo, pero sin duda Lupe es una de ellas. Yo estaba inmóvil, paralizado ante tanta belleza, y de vez en cuando tosía pero la brisa no le permitía a Lupe escucharme.
Luego retomó su elegante saltar que era su forma de llegar a todas partes, oh, sí, cada uno de sus suaves rasgos indicaban que era un pequeña, subía al árbol como nunca vi a otra de las ardillas subirlos, con el mismo movimiento de su salto, de dos en dos, como si sus patas delanteras y las traseras fuesen dos en vez de cuatro, y se le sentía tanta energía y tanta belleza.
Las ardillas suelen tener una energía que las pone ansiosas, muchas mañanas luego de un mal sueño he sentido envidia por ellas. Nunca me he drogado porque nunca he querido tener dueño, pero a veces uno se siente tan agotado desde el comienzo del día que sin darse cuenta se halla desesperado. Pero Lupe me mostró el secreto, luego de su primer caminar, el que le dio origen a nuestra historia de amor, ella se sentó encima del tronco cortado de un árbol (que debí cortar hace unos años debido a que estaba enfermo y su existencia ya no enriquecía a los demás árboles). En ese tronco ella se veía como una de las obras de arte más hermosas que ningún humano jamás podrá realizar, y yo estaba maravillado por todas esas cosas que no puede crear el pensamiento. Luego de unos instantes, Lupe quedó dormida, con los ojos abiertos, como agotada de toda la belleza que hace con el sencillo hecho de estar despierta y viviendo. Y luego cuando se dirigió al segundo árbol, aquel en donde confirmé que era una señorita, volvió a quedarse dormida. Las ardillas se duermen con los ojos abiertos, es como si se desconectaran, y su mirada es vacía, no es una mirada sino la ausencia de esta, como la de un rostro albergado de pensamientos.
Lupe despertó y empezó a sentirme, si hubiese sido un macho habría huido, pero las hembras siempre son más curiosas. Y a pesar de que su mirada reflejaba terror, su curiosidad era más fuerte, y no podía moverse, inquietada con mi presencia y mi intensa mirada, tal vez podía sentir además mi sonrisa de placer por tenerla aterrada, sonrisa de placer por el sencillo hecho de que sería incapaz de hacerle daño, pero me encantaba gozar de la manifestación de sus sensaciones.
Ella estaba aterrada pero su instinto le dejaba claro que era un macho, aunque no sabía de qué especie, y como era primavera no supo hacer nada mejor que dejar caer su enorme cola, hondeándola vehementemente emitiendo una especie de grito silencioso en medio de la enorme rama, y sus excrementos de roedor caían siendo golpeados por ésta, para esparcir el aroma del llamado del amor. Pero era un llamado que yo no podía responder, sino contemplar, maravillado, al borde de unas inexplicables carcajadas de emoción por ver a la naturaleza misma manifestándose frente a mis ojos.
Lupe entró en terror, si ese no era un macho entonces qué sería. Y empezó a emitir un sonido bastante horrible y alarmado, el aire de su pequeño cuerpo se acumulaba en unas fosas nasales deliberadamente obstruidas para componer ese ruido de espanto. Lupe demandaba una respuesta. Lo más inteligente hubiese sido irse, para preservarse (a pesar de no haber peligro), pero la curiosidad le impedía hacerlo.
El ruido no cesaba, y empezaba a ser agresivo, de ataque, y como es el caso usual en las hembras, en cuánto más tratan de ocultar el miedo, es cuando uno más evidentemente puede confirmar que lo tienen.
Ya empezaba a aburrirme de Lupe, porque ya me había visto, y no iba a asustarme un animal que por más asustado que esté, no tenía la capacidad de ser peligroso. La belleza de Lupe se había vuelto tan ausente como mis ganas de dejar que siguiera asustada, y me retiré a las labores de un día azul de primavera.
Volví a verla el día que Henry, a quien le decimos por cariño "el carajito e'l coño", vino a visitarnos. Me hallaba solo (al menos que ustedes como yo consideren a un libro de Poe una compañía), y ella estaba caminando de una forma nueva, con su nariz pegada en la tierra, moviendo la pata izquierda delantera junto a la derecha trasera, y luego lo mismo con las dos restantes, pasando indiferentemente sobre unos pajaritos que salieron volando, y sus agudos sentidos me maravillaron, pasando entre tantas ramas tan delgadas y amontonadas, y no tocando ni una sola. Cuando mi mirada distraída volvió a buscar a Lupe, como acordándose de una idea que no se dijo completa, Lupe había desaparecido, y seguí leyendo en medio de tanto azul y tanto verde.
Lupe terminó apareciendo, descendiendo de un árbol bastante retirado, y quedé fascinado al recordar que ellas se mueven más ágilmente en las alturas de las ramas que en el verde del piso, las ramas son las alas y los árboles su forma de volar. Bajó hasta una enorme rama, y lo que vi fue lo último que me esperaría ver, dejó caer sus cuatro patas encima de la gorda rama, y empezó simular los rituales del amor, elevando su cola como una bandera poseída por el viento, y luego cayendo desfallecida mientras el resto de su cuerpo se hallaba en la misma posición en la que se ejecutó el acto del amor.
Luego los pasos de unos vecinos interrumpieron su sueño de ojos abiertos, y desapareció entra las ramas.
Luego de unos siglos de Poe que tomaron espacio en un cuarto de hora, Lupe reapareció en la rama de un árbol cercano, contemplándome como si me amara.
Pero en el paseo de hoy Lupe no estuvo, y las verdes enredaderas colgantes se balanceaban sobre los árboles, y me detuve otro momento antes de tomar el camino de la carretera, escuchando los pequeños gorriones alimentar a sus hijos. Y pensé en que tal vez nunca vuelva a ver a Lupe, o si la veo me odie por no ser una ardilla y no servirle de nada, lo que nos hace animales distintos es que ella no puede apreciar algo hermoso en sí mismo, para ella sólo existen las cosas que le sirven y son útiles. Lupe es indiferente a la belleza que produce y que no existiría sin ella.
En la carretera una extraña sensación bañaba mi rostro, olas cálidas de viento se mezclaban con otras bastante frías, y ambas parecían hacer el amor sobre mis mejillas, ruborizándome sin poder verlas pero sí sentirlas. A lo lejos un árbol de flores blancas con tonos violeta estallaba de belleza frente a mis ojos. Más adelante encontré un árbol de ramas secas que parecían una lluvia muerta y congelada, y de él empezaban a nacer blancas flores con un tono rosado, y las lágrimas inundaron mi rostro antes de que pudiera darme cuenta. De regreso vi a un árbol de cerezos que había sido asesinado por la última nevaba, y al verlo con cuidado me di cuenta de que nuevas flores le empezaban a nacer, y esa sensación de alegría e irracional esperanza sin esperas me colmaban como pocas cosas el sentimiento. No recuerdo cuántas horas me duró la sonrisa, las eternidades caben todas en un suspiro frente a un árbol de cerezos.
Seguí caminando y el primer árbol volvió a estallar sobre mis ojos, como si no lo hubiese visto, como si no lo estuviese escribiendo sino viendo en este momento, y se manifestaba imponente, en medio de verdes arbustos y al frente de la preciosa casa de finas piedras de mis vecinos.
Seguí caminando y me sentí tan feliz de ver las flores amarillas que sobrevivieron la nieve, como protegidas por su poderosa pero frágil belleza, y verlas brillar era más hermoso que cualquier refugio. Luego caminé y vi a mis vecinos, los que tienen a Dacota, la perra de uno de mi relatos, pero estaban demasiado ocupados y yo tenía pocos ánimos de no darme cuenta de ello. Contemplé a mi izquierda los arbustos amarillos, y me sentí tan triste al ver que se había desvanecido por completo su color de recién nacidos. La belleza es tan efímera y eso es lo único que la hace verdadera.
Luego iba caminando y mis párpados empezaban a caer, porque es agotador ver con tanta intensidad todo lo que está a tu alrededor, y al bajar la mirada vi una bella flor del monte a la que se le empezaban a asomar unos preciosos pétalos amarillos, temblaba por la brisa y por el frío que hacía debido a que el sol se desvanecía, fríamente, como si nunca pensara volver, que es su forma diaria de desaparecer en primavera.
Me senté y me quedé mirando bailar de frío a la flor, y con una sonrisa decidí nombrarla Laura porque era tan bella que parecía tener su raíz en el infierno y porque todas las cosas son tuyas cuando les das un nombre. Me levanté, y mi última visita de hoy fue para un joven árbol de flores blancas, que contemplé con una agotada sonrisa, y luego me devolví a casa, realmente exhausto de tanto ver.
De regreso escuché a mi vecino, (el que cree que es dueño de Dacota, pero parece al revés), y no lo pude ver; luego pensé en que me sentía cansado, y levanté la mirada justo en el momento en el que sus ojos me reconocían, y su rostro dibujaba una preciosa sonrisa de chocolate que me llenó el abdomen de cosquillas, y yo respondí con una sonrisa tímida, avergonzada tal vez de que con mi acento y mi timidez la palabra "Hi" se exclame de forma tan estúpida. Ambos levantamos nuestras manos, la mía bajó rápidamente, la de él parece aún no haber bajado.
Seguí caminando pensando en lo mucho que alguien puede amarte por rescatar a su preciosa loba siberiana, y en ese momento me asomé a los gigantes pinos percatándome de la presencia de los halcones, eran demasiado y enormes, parecía que ese pino en particular tuviera la capacidad de hacerlos nacer como si fueran sus frutos. (¿Lupe me estará soñando mientras escribo esto?). Eran como unos cincuenta o tal vez más, pero no puedo culparlos por elegir como hogar la casa de la única persona en este bosque que sabe cómo volar.
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