Creía entrever algo en su mirada que le seducía pero no sabía explicarse qué: era la vejez, o más precisamente, la manifestación de que empezaba a perder su juventud: sus ojos ensoñados, sólo repotanciados por el maquillaje; su sonrisa gastada de madre joven y una coquetería intrínseca en las mujeres casadas e insatisfechas, más que con su marido, consigo misma, por haber vivido una vida fácil y cómoda que la había llevado a sentirse ahora tan atrapada. Víctima de sus circunstancias, sin duda alguna, por eso el resentimiento ante su marido. Imposible esperar algún tipo de responsabilidad que la hiciese tomar el destino en sus manos, su irresponsabilidad la había llevado hasta allí, y como toda víctima, esperaba que la misma irresponsabilidad la sacase: es culpa de todo, menos de mí y mis decisiones.
Él era más joven, y lo que hallaba en su mirada, en su rostro, en su gastada sonrisa, no era otra cosa que a su madre cuando él era niño. Pero no lo sabía, no podía saberlo, ¿cómo saber que lo que llamamos amor no es algo ajeno a nosotros y que nos posee por completo, si no más bien el recuerdo de una seguridad absoluta que nunca fue tan segura ni tan absoluta pero que no teníamos forma de saberlo? y que bueno, porque de lo contrario, tal vez hubiesemos muerto.
Era una presa fácil -supuso, instintivamente, sin verbalizar- bastaba con ver la competencia: muy distinta a la que se hallaría en la búsqueda de una mujer en sus primeros y más jugosos años. El aroma a fruta fresca atrae a todo tipo de insectos, o tal vez sea la fiesta de los colores, o la blandura de la textura. Pero una vez que la madurez se colma, muy pocas frutas pueden conservarse en el árbol, y menos aún son las criaturas que quieren comerla del piso, abierta, y con moscas celebrando el resultado de su paciencia.
Era la ventaja del mundo antes de las redes sociales, tu competencia era tu entorno: muchachas pobres indicaban pobres competidores. El barrió era el paraíso del hombre de clase media, allí era rico. Pero ahora la competencia son centenares de muchachos sedientos a través de una pantalla, que al regalar toda su atención a cambio de nada, hace que la mujer no luche ni se esfuerce por la atención del muchacho que le gusta: puede llegar a casa, abrir su teléfono y llenar esa bolsa rota que existe en el interior de toda mujer que se llama ego, y necesita ser llenada de halagos y cumplidos todo el tiempo porque es así cómo mide cuánto vale.
Allí iba, mirándola, ella pretendía estar desprevenida, víctima -siempre víctima- de su deseo, del momento, de lo espontánea que a veces puede ser la vida. Invitándolo con sus ojos, arrodillándose ante la grandeza en la que sus ilusiones lo colocaban a él como un posible escape de tanta mierda, y él, inexperto pero irracionalmente seguro de sí, no imaginaba cuánto futuro iba a costarle darse en pedacitos de presente. Cuántas noches sufriría, cuanta paz y vida perdería, al perder la lengua, la fe, la convicción y la palabra, por beber de los sueños de aquella copa rota que lo desangraba en cada sorbo que bebía.
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