A ratos me gustaría saber por qué no te admiro, y creo que sin duda es por esperar hallar en ti las cualidades que admiro y no poder encontrarlas. Pienso en tu cuerpo, en su blancura de aliento invernal tumbada sobre mí. Es cierto, todo lo que alguna vez dijiste era cierto. No eras más que una máquina para decepcionar personas, pero yo quería creerme especial, yo quería creerme capaz de cambiar lo que ni siquiera era capaz de comprender. Debí suponer que era imposible, en especial cuando descubría que tenías para cada actitud una justificación bien estructurada, y el camino de las excusas no es el camino del entendimiendo, sino el de la perduración de los defectos.
Decías que no te sentías hermosa, precisamente porque sabías que lo eras, y esa belleza resplandeciente era tu peor enemigo, era el sortilegio que producía en todos los demás el desencadenamiento de sus más íntimas ilusiones. Y yo no estuve ausente, como no puede estarlo nadie que te sienta.
Esa misma belleza era lo que hacía que todos esperaran de ti nada menos que una mujer perfecta. Esa presión, esa maldición de tu belleza que era una responsabilidad y condena por tener que cumplir las ambiciones ajenas. Tus padres, tus amigos, tus todos. Nadie hacía si no odiarte por inspirar deseos que no deseabas inspirar, y desde entonces te dedicaste a ser extraña, y perturbadora.
Pero a mí no me gustabas por eso, sino a pesar de eso, ¿te quería? no lo sé, pero quién puede saber lo que siente cuando es tan intenso.
Desearte mía, anhelarte amada, y también protegida. Quererte disfrutándome, quererte queriéndome. Y cosas así como esas, tan vergonzosas pero que es tan necesario escribirlas.
Pero luego llegabas con vicios, con otros hombres, con otras actitudes. Era tan triste, querer tantas cosas contigo pero no quererte a ti. Al final nos cansamos, tú de mis deseos; y yo, yo también, me cansé de desearte, pero no de ti, a ti nunca te tuve.
Yo no soy el mismo niño, sin embargo a veces te pienso, en todo lo que pude hacer y no hice, porque no me daba cuenta de que para encender las chispas de otros era necesario no imponer la mía. Cada quien arde a su propio ritmo, con su propia llama, y yo apagué tu llama con el ardor de mis deseos.
Yo no sé de quién es esta voz que ahora escribe, no viene de mi cuerpo, sino más bien del interior de ese sexo tuyo lleno de llamas verdes y azules. No me interesa saber si eres feliz, aunque no te miento, lo deseo. Porque era tan bonito verte reír, con esos ojos de bosque, con esa risa llena de primavera y de complejos. Tú no sabes que te pienso, porque lo único bueno que hice fue nunca demostrarte lo débil que soy ante tu recuerdo, las cosquillas que siento al resbalar sobre tu mirada.
Oh, pero gracias a esa distancia tengo la certeza de que a veces me piensas, por accidente, al ver una ardilla, o al resbalarte ante el río, y su inmensa mirada.
Vas a regresar, lo sé, porque uno siempre vuelve a esos sitios donde amo la vida. Así como yo regreso ahora, regreso ahora a ti, porque estamos conectados por ese puente, el puente que une todo lo que va más allá de lo que alcanzan las palabras.
Y esta vez sé arder, esta vez sé ser mi propio fuego.
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