Salí a caminar y los árboles estaban llenos de unas inquietas frutas voladoras, que desplegaban sus alas por toda la fría tarde de otoño, y era una gracia sentirse como en un acuario de aves nadando en el viento.
A medida que mi viaje avanza me hallo con un sonido como de niño pidiendo auxilio, que captura mi atención y desvía mis pasos con prisa sin saber muy bien a dónde o por qué. Los seres humanos somos así, sólo se escriben en nuestra historia aquellos momentos en los que no pensamos demasiado, que pareciesen estarse escribiendo a sí mismo sobre nosotros.
El sonido provenía de un joven y precioso halcón, que al sentir mi presencia trató de disimular su infante lloriqueo desplazándose con delicía sobre ese blanco cielo que se sentía azul, y se perdió en la bella profundidad de los árboles rojos y naranjas del otoño.
Me sentí aventurero, y decidí caminar sin mis gafas; la ausencia de mis anteojos producía en mis ojos un esfuerzo extra muy parecido a las ganas de vivir, o mejor dicho, las ganas de no estar muerto. Continué mi paseo de esa forma, y era tan inusual que se intensificaban mis sentidos, sentía el canto de las inquietas e incontables aves con una mayor profundidas y nitidez, no era como si estuviesen en las ramas de aquellos distantes árboles, o en el cielo frío que apenas asomaba la promesa de un azul que seguro no sería hoy, sino que sentía como si esas aves se escucharan desde el fondo de mi ser, y su sonido era sólo posible escuchar gracias al silencio de la ausencia de mis ojos.
Creí entrever dos árboles que al final eran uno visto doble desde la neblina de mis pupilas, y supe entonces que era hora de volver a tener ojos.
Era un alivio, mis ojos se sentían extasiadamente nítidos, y observaba las hojas violetas y verdes del árbol de mis vecinos, los árboles rojos con hojas de sangre, o los árboles naranjas que se sienten como al borde de tu nariza, y todo eso era tan intenso y tan hermoso, y todo por un abrir y cerrar de ojos.
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