José Luis era un muchacho delgado, de esos que parecen tener huesos que comen, que comen y se alimentan de sus músculos y su piel, era, en una palabra, espantosamente feo. Sin embargo, lo admiraba, no podía dejar de mirarlo, y mis ojos no se despegaban de él. Él percibía mi mirada, y se incomodaba, nadie se daba cuenta de que lo estaba mirando, sólo él, y yo no tenía idea de cómo lo hacía debido a que en ningún momento miraba hacia mí.
Simplemente decía en un tono muy alto, como para avergonzarme, sin mirarme: "Ah, no, pues, si quieres te doy una foto... o un almanaque ¿qué prefieres?", y todos se le quedaban mirando como si estuviese loco, con rostros de curiosidad, se preguntaban por qué carajos en medio de una actividad cualquiera, este muchacho daba esos alaridos, que no eran ni conversación ni gritos.
Yo me quedaba callado, nada le decía, pretendía que no era conmigo, y él le respondía a sus amigos en el mismo tono, ese tono que era para humillarme a mí, pero sin mirarme, "No sé, que se me quedan viendo, como que están enamora'os míos".
En aquel entonces yo apenas tenía de 10 a 12 años, Jose Luis tenía 17, y lo que me producía tanta admiración en él era su capacidad de resaltar siempre, era muy rebelde, muy alzado, muy valiente y arrogante. Tenía unos ojos inmensos, un cabello rizado que no se enredaba demasiado, y una escalofriante nariz que contrarrestaba con su extrema delgada contextura.
Su apodo era Jonkiro, y nunca entendí qué significaba ese apodo, sólo que era tan estrafalario como él mismo. Siempre estaba llamando la atención, metiéndose en problemas, saliéndose con la suya, y desafiando a los demás, no respetaba a los mayores, le faltaba el respeto a todo tipo de autoridad, y nos proyectaba una sensación de ser invencible.
Siempre nos miraba con superioridad, como si no fuésemos nada, como si sólo pudiésemos empezar a tener existencia si él nos miraba, era de esas personas para quienes todos a su alrededor son inferiores a él y no te hace sentir ninguna otra cosa que no fuese esa inherente inferioridad.
Además de ser espantoso por naturaleza, se vestía siempre con ropas escandalosas, rozando en la homosexualidad alegre, pero siempre con un porte de delincuente, era como si te estuviese retando a que lo llamaras ridículo para hacerte pedazos.
Él se terminó empatando con Stefanny, la niña de la que yo estaba enamorado en mi primer y único año en el líceo Miguel José Sanz, de la urbanización Girardot; y no sé cómo sería esa relación, pero basado en mis años de experiencia entendiendo el comportamiento de los seres humanos y su desenvolvimiento en la vida de pareja, no me cuesta demasiado imaginarlo como alguien manipulador y narcisista.
Stefanny le tuvo un hijo, tan horroroso como el padre, es una pena, porque ella es bien bonita, pero el hijo salió todito al padre. El otro día la vi en un centro comercial, está pasando por una de esas étapas típicas de las mujeres que cayeron a muy temprana edad en las garras de un hombre que las maltrató y les hizo creer -o ellas se hicieron creer a sí mismas- que nunca estarían con otro que no fuese el primero, aunque fuese un bueno para nada y controlador. Es esa étapa en la que las mujeres tienen un renacer, se dan cuenta que son jóvenes, que tienen un hijo pero siguen siendo hermosas, y tienen un futuro por delante -dentro de lo que cabe en Venezuela y su dictadura- y todavía no es demasiado tarde para ellas, o por lo menos por fuera, en la forma en la que se visten y se arreglan, aunque por dentro siguen rotas, porque las mujeres tienen ese hábito de creer que repararse por fuera las va a reparar por dentro, pero es al revés la cosa, y casi nunca se enteran.
Al fin de cuentas, yo no sé si las cosas pasaron así como yo las imagino, con ella perdí el contacto mucho antes de que fuese novia de Jonkiro, y con Jonkiro nunca en mi vida he intercambiado una sola palabra, ni por accidente; lo cierto es que esta historia me vino a la mente, porque hoy en un torneo de ajedrez, me di cuenta de la forma en la que era visto, con tanta admiración por los pequeños niños y niñas, los adolescentes sentían curiosidad por saber todo de mí, parecían mujeres cuando están impacientes por que las lleves a la cama: con una curiosidad casi sólo comparable con la que hay entre un hijo y un padre. Los mayores me daban consejos y se deleitaban con la madurez, "en especial en estos tiempos", etc. Y las madres de los niños más pequeños me sonreían con esa sonrisa que es demasiado directa para ser de atracción, esa sonrisa que sólo ocurre cuando una mujer ha sido madre, y entiende que luego de ser madre, el mundo se divide entre lo que le conviene o perjudica a tu hijo. Esa sonrisa de admiración, de que muchacho tan guapo y hermoso y grandote y que dios te cuide. Las chicas que estaban en esa edad en donde el cuerpo les cambia demasiado y repentinamente, me ignoraban de forma deliberada, tan obvia que era claro que intentaban evadir hasta el más mínimo contacto, de ese muchacho cuya sola presencia las intimida. Y las niñas más pequeñas, me invitaban a jugar ajedrez como si yo fuese su padre y me pidieran permiso para sentarse en mi regazo. Y esas miradas eran hermosas, eran naturales, eran una invitación a formar parte de algo, del ejemplo, de la educación de esos niños que serán yo, y a la vez esos niños que fui. Y luego no pude sino recordar a José Luis el Jonkiro, y preguntarme por qué le incomodaba tanto mi mirada.
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