Ahí estaba ella, sentada en el piso llorando. Traté de no verla, pero no podía.
Tantas veces que la había capturado mirándome y ardiendo con su mirada, tantas veces que ella había se había sonrojado al verme llegar como ningúna mujer antes.
En el colegio siempre había algún muchacho que le llamaba "mami" o "mamá" a la profesora, y era el hazme reír de la clase. También había quienes fantaseaban ardientemente con aquella profesora joven y hermosa y era lo más normal entre nosotros, los jóvenes caballeros.
Pero yo aunque todavía joven, soy un hombre, el profesor, y ella mi alumna.
En los exámenes siempre me venía a hacer preguntas, ella me llamaba por mi apellido pero con el mismo tono con el que una niña dice "papi" cuando necesita el auxilio de aquel, el hombre en el que más confía y que más ama.
Yo tuve una novia en el colegio, ambos descuebrimos el amor juntos, y juntos en nuestro uniforme y en salones vacíos, nos amamos con una pasión prohibida y secreta que se me quedó en el ardiente fuego de la memoria, intacto.
Ella, la del presente, era la niña de la boca de fresa, y cuando se acercaba a mí en los exámenes, recordaba a la novia que tuve en la adolescencia, que me hacía sentir celoso cuando se inclinaba deleitada en el escritorio del profesor con un lenguaje físico que inspiraba un deseo imposible de ocultar y que tantas otras jóvenes estudiantes compartían con mi novia.
Pero ahora yo era el profesor, y la niña de la boca de fresa me hacía sentir una belleza que ninguna mujer jamás me hizo sentir antes. Así estábamos, yo siendo diez años mayor que ella pero al mismo tiempo sintiéndome como un niño, ruborizado ante esa necesidad de ella de estar cerca de mí, de buscar mi auxilio, de ser su padre, su amante, su amigo.
Cuando venía a preguntarme, sus deditos de angel sudaban, sus manos no eran las más delicadas del mundo, pero sudaban con el deseo de estar sobre mí. Yo colocaba mi dedo entre mis antojos para que no se cayeran al acercarme a la hoja de exámen, y los labios de la niña de la boca de fresa estaban abiertos y ella empezaba a pestañar despacio, como si yo fuese la única gota de agua en ese desierto que ella llama corazón.
Cuando satisfacía su curiosidad, por lo general respondiéndole preguntas que ella ya sabía porque era la niña más inteligente del salón, se iba feliz y contenta, como diciéndome que lo único que le faltaba para morir feliz era sentarse en mis piernas y que yo llenara su carita de besos.
Pero a muchas veces ella no podía controlar sus emociones, yo tenía que decirle en tono severo que no más ayuda en el exámen, y no era difícil para mí ser duro con ella, porque en el fondo sabía que no necesitaba mi ayuda, que todo lo que ella buscaba era mi fe, que me sintiera orgulloso de ella, que la felicitara por ser la mejor, que le dejara una pequeña nota en el exámen en dónde le decía que había hecho un excelente trabajo y que estaba muy orgulloso de ella.
Yo sabía lo que ella sentía, y por eso yo no le dejaba saber que moría por dentro con aquella pasión prohibida, aquella pasión que de consumarse la volvería a ella la joven más feliz del universo, y a mí me pondría en riesgo de ser juzgado, humillado y condenado a tener una reputación vil a pesar de que lo único que yo quería con esta joven señorita era verla feliz, verla crecer, verla amada y protegida.
Pero aquel día ella se encontraba en el suelo de la cancha llorando, sujetándose la pierna que le dolía mucho, aunque no le dolía tanto como la humillación de caerse justo cuando su profesor predilecto pasaba por ahí, y quise matar al profesor de educación física por no ayudarla pero hubiese querido matarlo aún más si hubiera tocado a mi niña con la boca de fresa. No pude contenerme, me acerqué a ella, sentí ese sudor que parece el perfume de la naturaleza diciendo que aquella mujer que esta en nuestros brazos es la mujer nacida para nosotros, y le pregunté si estaba bien, la cargué en mis brazos y la lleve a que se sentara. Qué dicha y que inolvidable fue ese momento en el que la toqué por primera vez, a pesar de que fue trivial, de que sólo era un profesor ayudando a mi alumna, había una conexión entre nosotros que parecía condenarnos, era como una maldición de amor que se iba cumplir si algún día nos llegábamos a tocar, y había caído en esa trampa por no tener la fuerza de ignorar el dolor de la niña de la boca de fresa y correr a su auxilio como ella siempre había soñado y como yo siempre había tratado de evitar.
Al siguiente día ella llegó caminando con dificultad, y todas las niñas empezaban a verme con admiración, yo era el joven profesor que las hacía derretirse, yo me había convertido en todo lo que me hacía sentir celoso de joven. Pero lo único que importaba era que la niña de la boca de fresa estuviese bien, que nadie se diera cuenta de que había empezado a amarla en secreto, y lo más importante, que ese amor que sentía nunca se convirtiera en más que una oscura y secreta ilusión en mi corazón, pero no tenía la menor idea de cómo los eventos se iban a desencadenar...