La otra amante, y a la vez la más extraña, era una criatura que parecía de otro lugar, pero no de la tierra. Era la Distante, una mujer de unos hermosos ojos tristes que robaron el corazón del profesor desde el primer momento. Alta, con una piel morena, una nariz extraña y unos dientes muy pequeños. Sus senos eran bastante pequeños y su trasero daba la cara por ella. Era una mujer inteligente, pero no demasiado literaria, parecía haber leído todo con excepción de lo que al profesor podía gustarle, pero de vez en cuando hallaban alguna hermosa coincidencia en gustos, y se sentían felices en esos hermosos accidentes.
Era innegable, ella estaba loca por él como jamás estuvo loca por nadie, sentía una profunda admiración, solía encontrárselo en todas partes, y tal vez fuese quien más lo quería, no por lo que demostraba, o porque fuese la mujer que hiciese más por él o que estuviese más pendiente de él, sino porque a diferencia de todas las otras mujeres, ella debía lidiar con una cobardía sublime e insuperable.
Se negaba a sí misma la oportunidad de buscar al profesor, se sentía con la certeza innegable de que no tenía derecho a pedirle nada. Detestaba rotundamente la idea de pedirle algo que no le naciese a él sin ella buscarlo, y cada vez que se hallaba con un deseo profundo de verle, de escucharle, de sentir su risa o su sonrisa eterna, escapaba a través de alguna actividad, pero la vida siempre se encargaba de demostrarle que el destino los había condenado a una pasión sin medidas y a una condición de inseparables.
El profesor ya no podía vivir sin ella, era un unicornio, un ser fenomenal e incomprendido que caminaba por la tierra recibiendo halagos imprecisos puesto que su encantadora personalidad era impenetrable, o por otro lado, ofertas sexuales como culto a su belleza que no hacían más que aterrarla e intimidarle, aunque muchas veces se sintiesen bien viniendo de personajes importantes. Pero lo cierto es que para ella lo que la mantenía junto al profesor era la creencían sin fundamento de que jamás conseguiría ser indispensable, le aterraba imaginar que podía ser demasiado importante, que podía correr el riesgo de ser tan importante que llegara a fallarle.
Ella lo pensaba todos los días, quería tenerlo todos los días, y quería estar con él toda la vida. Y se odiaba a sí misma por sentir tales anhelos, y se odiaba aún más puesto que nada podía reprimirlos, aunque a fuerza de temerles terminó por silenciarlos, pero esto parecía sembrarlos en su interior, y hacer cada vez más poderosos los sentires que desarrollaba ante aquel profesor que pasaba horas mirando flores mientras cada mujer sobre la tierra parecía no poder resistirse a mirarlo precisamente porque él no les hacía caso.
Otro hombre se hubiese desesperado, las actitudes de la Distante eran las mismas de las de una mujer que no tiene el más mínimo interés, pero él la reconocía a ella como una flor rara, que solamente él sabía regar, con ella no aplicaba lo mismo que con todas las demás, le aterraba la atención directa, no soportaba el reconocimiento público y siempre parecía querer pasar sin ser notaba a donde quiera que iba.
Pero el profesor tenía una manera sútil de amarla, simplemente se dedicaba a escucharla, a contarle su vida, a confiarle sus secretos, eran un maravilloso equipo. Él la entendía porque la amaba, y lejos de querer cambiarla, hacía que su vida juntos fuera un campo de juegos en donde ella se sintiera comoda y segura, la quería sin expectativas, como un padre que quiere a un niño con discapacidades mentales o motoras, ella era una muñeca rota, y él no quería repararla, sino besarla, protegerla, hacerla feliz.
Ella nunca lo buscaba o demostraba interés durante sus ausencias, pero si él se iba demasiado desarrollaba una rabia incomprensible con la que no era capaz de lidiar porque no era capaz de admitir. Él, paciente, medía sus emociones como un marinero que mide las olas del mar, y sabía irse cuando no era corrido, y regresar cuando no era llamado, y llegar siempre en el momento indicado.
Cuando él llegaba parecía que ella era otra, era feliz, contenta, amaba más la vida y al mundo, sentía que podía contarle todo, no podía creer la felicidad con la que se expresaba a su lado, le daba rienda suelta a su ser en su compañía, y a veces temía que no fueran amantes sino mejores amigos, pero no se daba cuenta de que todo era calculado gracias al profesor, a su arte de amar, a su ciencia de amar, a su corazón predispuesto no a controlar a las personas sino a hacer florecer en cada una lo mejor de ellas.
Luego de unos días a ella le costaba creer que todo hubiese sido real, se decía a sí misma las teorías racionales más absurdas y sin fundamento esperando erradicar con ellas la vulnerabilidad de sus sentimientos, protegiéndose en un laberinto frío, intelectual y hermoso, como un problema matemático o físico, por el cuál el profesor entraba sin forzar nada y sin hallar mayor obstáculo o resistencia, con la fluidez de un ajedrecista durante la apertura, cuando presiona el reloj sin pausas y mueve las piezas sabiendo a la perfección lo que hará su oponente.
De esta forma crearon un lenguaje juntos, en el cual él adivinaba sus pensamientos, sus miedos, sus emociones y temores, incluso antes de que ella los tuviera en su mente o en su corazón, y tenía además la sutileza de hacerlo ver como si fuesen casualidades del destino, y no una consecuencia del poder sin límites del amor.
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