miércoles, 7 de junio de 2017

Tu sonrisa es un cielo despejado.

El cielo era pálido, enorme, como si una gigantesca nube blanca estuviese ocultando el universo. Caían gotas suaves, largas, leves, como el hálito de algo hermoso que no se puede nombrar. "Cuando el clarín de la patria llama hasta el llano de la madre calla", le dije, recordando una frase que alguna vez mi madre me contó, una de esas frases aleatorias y sin sentido que vienen a la mente cuando llueve de forma tan delicada. La manifestación desordenada de los recuerdos, ese es un hábito común en los desterrados, una especie de nostalgia sin anhelos, una manera de olvidar todo lo que una vez fue tu hogar a través de recordarlo de una forma tan vaga y hermosa que pareciese que nunca hubiese pasado sino que lo soñaste. 

A ella le gustaba este hábito mío, me miraba como si nunca hubiese existido nada tan hermoso antes de mí, y yo me sentía amado, amado de esa forma que sólo puede ocurrir cuando eres absolutamente vulnerable, cuando sientes que podría pasarte cualquier cosa espantosa, hasta envejecer, y esa mujer seguiría a tu lado pensado que eres lo mejor que le haya podido acontecer en la vida. 

Estábamos solos, sumergidos en esa dicha que sólo tienen los amantes que se sienten completamente entregados y libres de cualquier tipo de interrupciones. Ella tenía una franela mía que le llegaba apenas a los muslos, y debajo no había más que una hermosa ropa interior negra invisible debido al delirio que me producían sus piernas. Se veía tan hermosa que no sabía si le acababa de hacer el amor o estaba apunto de hacérselo, y me encantaba perder la noción del tiempo al mirarla.

Afuera el cielo se hallaba tan pálido, pero su sonrisa sin mostrar los dientes era lo más parecido que he visto a un cielo azul de verano cuando se encuentra despejado. Sus ojos me ardían en el pecho como la voz de un pájaro. Le dije las palabras más bellas que hallé para describirla, pero uno no puede mirar a los ojos a una mujer que ama sin sentir que todo lo que le dices es una mentira, que las palabras pertenecen a otro mundo, el mundo de los que temen estar solos y a ese miedo le llaman amor, pero en cambio este silencio era tan como esa lluvia, estos ojos de voz de pájaro, esta sonrisa de cielo despejado... 

No te amo, ¿sabes?, no, no te amo. Decir que te amo es llenar este nacimiento de ayeres muertos y pesados, pero tú eres tan gris como este cielo y hay más dicha en el frío de tu cuerpo y en el ardor de tu alieno de la que hay en cualquier símbolo o significado.

Ella me dijo que tenía frío, y muy pocas cosas me estremecen tanto como cuando ella me dice eso y lo puedo ver en su piel de pasto acariciado por la brisa. La desnudé, porque cuando mi mujer tiene frío yo la despojo de todo abrigo que no sea el de mi piel; la acosté, la puse boca arriba, abría sus brazos como dos alas y contemplé por unos instantes su cuerpo, dejando que mi cuerpo se desbordara de ganas de poseerla mientras la miraba. Cada detalle de su cuerpo, cada uno de los rincones que me pertenecen; y me detenía en la magia envolvente de sus areolas y pezones que me fascinan mucho más durante el frió.

Y para qué contarte que la llené de besos, que me encanta el sabor de sus senos, que antes de que me diera cuenta ya ella estaba sobre mí, y nos mirábamos a los ojos siendo uno, mirándonos como nunca nadie se ha mirado, ni siquiera nosotros mismos.

Y dime, para qué te cuento eso, si tú también estuviste ahí... 

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