miércoles, 2 de diciembre de 2015

Relato: nostalgia de lo una vez odiado.

Pienso en la casa de mi abuela. Sé que la idea de la nostalgia es añorar lo hermoso que nunca más será. Pero es que cuando pienso en la casa de mi abuela lo único que me viene a la mente es que su cocina olía a chiripas y cucarachas. También recuerdo que las jarras de plástico donde bebían agua olían a asco y se les acumulaba en el borde una especie de residuo muy parecido al vómito o al papel desintegrado cuando tiene muchas horas flotando en el agua.

Mi abuela estaba renuente a beber agua mineral, de la que venden en un recipiente de 18 litros y es la que todos consumimos debido a que hasta los ateos preferimos encomendarnos a dios primero que al servicio publico, o sea, primero muerto que arriesgarme a beber el agua del chorro. Sin embargo, los pobres la consumen desde niños y se cree que esto hace que sean inmunes a sus bacterias. Algo parecido a lo que ocurre cuando hay un perro de pedigrí que se muere si le estornudan cerca pero al perro callejero no lo mata ni el sida, si es que pueden contagiarse. Estos botellones eran ofrecidos por hombres que pasaban por las veredas con un estruendoso pero entrañable grito: elagúa elagúa mineral elagúhá. Y yo los veía irse porque mi abuela les gritaba apresurada, como huyendo de la tentación: no gracias, con esa voz de tenor colombiano que era su principal documento de identidad.

No sé si me dolía más que el agua fuese tan barata y los tipos hasta te hacían el favor de cargar los 18 litros y meterlos en tu cocina, tan amables, con sus rostros de perros que reciben la primera caricia en semanas y jadeando como si desearan poder llevarse la sombra de dentro de la casa para acompañarlos por el resto del hipersoleado día de trabajo, o si lo que me dolía era el motivo por el cual mi abuela no compraba el agua.

Mi abuela no compraba el agua porque su devoción por su marido era enorme, tanto que se parecía a una estupidez insondable. El marido de mi abuela había instalado él mismo el filtro-purificador de agua que usaban. Y jamás le habían hecho mantenimiento, pero si quiera proponérselo al marido de mi abuela, podría ser tomado como una falta grave, una excusa perfecta para que la abandonara durante el fin de semana y se fuera solo a su casa hecha por él, a la que todos llamaba "la parcela", que era como decir: "el reino".

Nota que digo "el marido de mi abuela", lo llamo así porque de esa forma mi padre se refería a él. Lo pronunciaba con un enorme grado de rencor. Básicamente porque mi abuela fue una huérfana y como suele pasar, los huérfanos abandonan a sus hijos. Yo creo, en lo personal, que es el resultado de vivir huyendo de los problemas o traumas en vez de afrontarlos: inevitablemente crecen y crecen a fuerza de repetirlos hasta sin darte cuenta -o ignorando que te das cuenta-. Lo cierto es que mi abuela no podía encontrarse un marido porque lo hacía su amo, y si mi padre intentaba hacerla razonar o por lo menos pedir un poco de justicia, mi abuela le arrojaba un plato y si lo esquivaba lo castigaba por dejar que el plato se rompiese.

Mi padre creció haciéndose inteligente y anhelando el poder, que el pensaba era la única forma de no ser jodido por los otros. Por supuesto una vez que lo tuvo se dio cuenta que era una perdida de tiempo, pero lo siguió manteniendo porque le gustan mucho las putas y el whisky. Y siempre le pareció que mi abuela era despreciable pero jamás pudo vivir sin ella. Cuando tuvo dinero le regalaba cosas, quizá para ser por fin él el dueño de su madre, pero aún así ella prefería preferir al marido. Del que he venido hablando, porque fueron muchos antes que él.

Mi abuela conoció a el marido de mi abuela porque mi padre lo llevó a casa; en otros tiempos, antes de mi existencia, la casa de mi abuela era el sitio de las fiestas. Tenían muchos amigos de esos que están contigo en las fiestas y también en, bueno, están contigo en las fiestas. El marido de mi abuela era 23 años menor que ella, y cada vez que tomaba se le salía lo amanerado y se creía un intelectual irresistible por su bigote nietzscheano.

Mi padre soñaba ser militar o policía, porque pensaba que sería como en las películas gringas. Donde a uno lo tratan como un héroe básicamente por ser un asesino.
Pero una vez le hicieron una prueba psicológica y le preguntaron qué haría si veía a su madre chupándole el pene a su marido. El resultado fue que declararon a mi padre incapaz del porte de armas, no supe más detalles.

Una vez mi padre le regaló a mi abuela un televisor enorme, y ella se lo regaló a su marido. Y cada vez que mi padre entraba a su cuarto de infancia (donde dormía yo, que era un asco) encontraba mi abuela sentaba en ese colchón de 20 años de antigüedad en el cual te sentabas y era una mezcla de resortes y polvo porque vivíamos justo al lado de un autopista, esto quiere decir que terminas de barrer la casa y ya está sucia otra vez. Por este hecho mi abuela se daba el lujo de no limpiar nunca y por eso siempre olía a chiripas y cucarachas. Cuando encontraba a mi abuela, sentaba en esa asquerosidad que era mi hogar por esos tiempos, viendo sus novelas en un televisor tan viejo y feo que describirlo sería de mal gusto. El pobre de mi padre se enfurecía y no podía creer cómo una mujer podía ser tan boba.

Y lo que más lo puteaba era que el marido de mi abuela se pasaba viendo el programa chavista de la hojilla, que lo hacía un tipo rico que decía que cada cosa que ocurría en el país era una conspiración de la CIA. El marido de mi abuela se cría un super intelectual de izquierda, no sé cómo alguien puede creerse intelectual por aceptar algo sin cuestionarlo.

Les comenté acerca de "la parcela" era un lugar hecho por el marido de mi abuela, porque el tipo sí que era inteligente para muchas cosas; sabía bordar, sabía de química, de un montón de cosas. Todas despreciadas por mi padre porque él cría que a un hombre lo único que tiene que importarle hacer es hacer dinero. Y como el marido de mi abuela era socialista, esto los ponía en lados perfectamente opuestos, pero idénticamente estúpidos.

La parcela era un sitio sin tecnología, iba ahí cuando los visitaba su amiga la bruja, y también el gordito que era amante de el marido de mi abuela y que todos notaban que eran amantes menos mi abuela, que como muchas personas, niega solamente las cosas que son encandiladamente claras.
Solían hacer rituales santeros, conocidos popularmente por el colectivo prejuicio cristiano como "brujería". Era curioso que el marido de mi abuela negara a Dios pero se mantuviera fiel a sus creencias santeras.

Afortunadamente nunca vi esas posesiones demoniacas, lo que si recuerdo es que una vez se metieron unos ladrones a robar, debías ver la cara de imbéciles que pusieron cuando buscaron por toda la casa y se dieron cuenta que esta gente vivía con menos comodidades que ellos mismos. A mí me gustó mucho, porque eso hizo que mi madre no volviera a llevarme a un lugar tan aburrido.

El gordito que era el amante de el marido de mi abuela (mientras escribo esto he recibido la noticia de que murió de depresión y estaba tremendamente flaco por la enfermedad) una vez me dio clases de matemáticas porque iba mal y era profesor de vocación, dando clases fue donde conoció al marido de mi abuela. Sus clases eran entretenidas, explicaba bien, y se comía un promedio de 13 ponsigués cada vez que me iba a explicar algo. Y masticaba desesperado como los pobres canarios de mi abuela, a los que él contemplaba con ternura y como con una mirada perdida, como si el pensara que esos canarios enjaulados en la tortura de no poder volar libremente fueran él y el marido de mi abuela. Bueno, eso no es cierto pero le queda bien al relato, así que vamos a suponer que así fue.

Abuela compra el agua, sálvame a mí de la sed y de tu repugnante vida. Y salva a tu marido de su hipocresía, sálvalo de ti, sálvate de él. Sálvame que me deshidrato y tú maldita cocina huele a ratas, cucarachas y chiripas.

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