miércoles, 20 de diciembre de 2017

Paraparal, Capítulo uno.

Alguna vez estas calles fueron una laguna sin nombre, y sin nadie quien la nombrase o contemplara su esplendor. Con el paso de los años la laguna se secó, y personas que venían al centro del país buscando una mejor vida, buscando un misterio paradisíaco más allá de la interminable monotonía rural, empezaron a poblar estas tierras urbanas que empezaban a crecer junto al comercio del petróleo y al hambre salvaje de gastar y enriquecer.

Pero mi familia no llegó por ambición, llegó porque mi abuelo Ángel, conocido por el mundo como el Musiú, por su tez blanca y por su barba roja que jamás dejaba crecer; sin embargo, dentro del hogar, se le conocía en secreto como El Viejo, por su crueldad y su maltrato ante todos los hijos, maltrato que abriría la puerta a un sin fin de aventuras secretas entre mi madre y mis tíos de las que sólo pueden ocurrir bajo el maltrato opresivo de una dictadura doméstica.

Empecemos a evocar personajes diciendo que la madre de mi abuela era una india del campo, Valle de la Pascua, para ser más exactos. Con más hijo de los que puedo recordar, y con tantos padres como hijos. Ella trabajaba limpiando casas como críada para una familia de acaudalados que vivían en Caracas pero tenían su casita en el campo. Y, luego de miradas, susurros y sonrisas, terminó cediendo sin demasiado esfuerzo -más allá de unas cuentas palabras de resistencia desconectadas por completo con sus acciones- a las urgencias de amor del hijo de la familia acaudalada.

Tal vez la madre de mi abuela, cuyo nombre es Maita, haya pensado que su vida estaba resuelta, y que sus hijos y ellas encontrarían un refugio, una vida mejor; o tal vez, desde que supo que estaba embarazada se resignó con orgullo, reconoció las consecuencias de sus actos, y sumó una carga más a su esclavizante destino de esa maternidad que era a su vez una maldición.

Lo cierto es que nadie puede saberlo, ustedes elegirán si quieren ver esta parte de mi prehistoria como una historia de amor, o como la historia de una mujer valiente que se enfrenta con uñas y dientes contra la condena de su destino, de su miserable existencia. En mi literatura todo el mundo es libre de creer lo que quiera.

Tal vez ella estaba resignada al rechazo y sólo le contó al padre de mi abuela para que lo supiera; tal vez desesperanzada, tal vez asustada, o tal vez ambas cosas. O sino, puede que haya estado feliz, y buscase compartirla con el hombre que amó con tanta prematura entrega, como si hubiese nacido para ser suya y encontrarlo, como suelen amar las personas desesperadas por encontrar algo que los libere de su destino.

Otros dirán que existe la posibilidad de que ella no más haya sido una puta muy fácil, menos un amor que una satisfacción del instinto animal; a esas personas, les ofrezco dos soluciones, una es incluir esta teoría en alguna de las dos anteriores, y la otra, es descartarla por completo, porque yo la verdad no estoy interesado en especulaciones tan poco placenteras, literariamente hablando.

Pero dejando atrás las teorías y acercándonos un poco más a los hechos, mi abuela le contó a su -suponemos- amado, y este, demostró mucha felicidad y entusiasmo, y le dijo que iría inmediatamente a Caracas a arreglar todas las cosas necesarias para empezar su destino juntos y para siempre. Nunca sabremos si dijo esto en serio o simplemente para decir lo que pensaba ella quería escuchar, pero lo cierto es que nunca más regresó a Valle de la Pascua, algunos creen que hasta tomó el primer barco para su tierra ancestral, España, apenas tocó piso caraqueño.

Me pregunto si Maita regresaría a casa y tocaría su vientre, se sentiría conmovida e ilusonada, suspiraría feliz, por primera vez, sentiría que había nacido para esto, que había pasado por tantas visicitudes como una prueba de Dios o del destino, para luego empezar una vida mejor, una vida de felicidad y amor que disipara de una vez y para siempre las penas acumuladas durante toda su vida y que le habían forjado ese carácter áspero, tácito y sombrío. Una felicidad tan bella y pura como nunca se había atrevido siquiera a soñar, y que ahora no podía sacar de su mente, se expresaba a través de ella en forma de fantasías, de los sueños más infantiles, los que se había dedicado fervientemente a reprimir debido a que la realidad no hacía otra cosa que despreciarle cualquier cosa que pareciese placentera.

Tocaba su vientre; ella nunca había recibido amor, y como suele ser frecuente en personas para quienes durante su vida, y en especial la infancia, se les ha sido privada de ternura, las palabras como un "te amo" simplemente no formaban parte de su vocabulario, siquiera de su concepción del mundo, esas palabras eran, como es siempre en las clases más pobres, una de las cosas que los hombres balbuceaban cuando estaban terminando de hacer el amor, un "gracias por satisfacerme", una mentira vulgar y vacía.

Pero, aunque nunca había conocido el amor como nosotros lo entendemos, ella sentía al igual que nosotros; su cuerpo hablaba más allá de su conocimiento, y pronunció las palabras más tiernas que alguna vez salieron de su boca, y que nadie, ni siquiera nosotros, a decadas de su muerte, pudo escuchar.

"Creo que te llamaré Gladys", dijo, y el corazón se le llenó de una inexplicable e intóxicante felicidad.

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