sábado, 9 de diciembre de 2017

Retrato de la blancura

Amaneció nevando, y las cortinas casi no podían resistir el resplandor de tanta blancura. No pude más que salir a correr, mi barba se llenaba de nieve, y sentía cosquillas por todo lo blanco, y no había nadie para beber junto a mí mis hermosas sonrisas.

Las ramas de los árboles estaban llenas de blanco, como cenizas de un fuego que hubiese quemado todo el frío, la inmensidad y la soledad de la vida. La soledad no es oscura, es blanca, la oscuridad cálida es la verdadera forma de la compañía.

Todo era neblina, mis lentes no me acompañaban pero no necesitaba la totalidad de mis ojos para gozar del aire mojado y de los copos de nieve estrellándose, sin saberlo, contra mi rostro. Mi aliento era de humo blanco, y ese humo blanco olía a bebé.

Nunca antes había disfrutado tanto de una nevada, debido a que el frío me deprimía, me hacía sentir nostalgia hasta por lo que nunca he vivido, y la nieve me dolía tanto como la vida. Pero este año fue diferente, desde finales de otoño he empezado a correr a diario, y a ducharme cada día con agua muy fría, a acondicionar mi cuerpo, y es ahora en esta primera nevada que me doy cuenta de cuánto bien me ha hecho.

En Venezuela sólo conocí la nieve de niño, en una caricatura llamada Los Caballeros del Zoodiaco, me fascinaban, me hacían jugar que era un caballero, que sacrificaba mi vida por salvar la de mis amigos, que eran mis peluches, porque siempre fui un niño solitario y amargado. Me colocaba frente al aire acondicionado, jugaba que era nieve, y que moría congelado para que mis peluches rescataran a la princesa Atena. Siempre soñaba que moría por los otros, que mi vida cobraba sentido al dar la vida por alguien más, que la muerte haría que todos me amaran a pesar de que en vida nunca me dieron la admiración y reconocimiento que tanto anhelaba.

Luego fui a Mérida, y nunca imaginé que en esa tierra se hallaría la flor más hermosa, la de los andes, mi tierna y bienamada flor andina. Pero lo cierto es que en aquella ocasión, la nieve era dura, sólida, como hielo en un vaso de cerveza en mano de un Maracucho; fantaseaba que estaba en Grecia (para aquel momento confundía Grecias con Siberia), y los enormes cachetes de mi rostro estaban rojos, y ni muriéndome de frío iba a tomarme esa sopa.

Le hablé a mi padre ayer, es asombroso cómo alguien puede tener 5 años sin verte y cuando le marcas no puede hacer otra cosa que no sea criticarte, es un hábito crónico, que te hace recordar porqué te nacen tan pocos deseos de llamarle, lo cierto es que me cuestionó por mi peso, nunca he conocido a una sola mujer a la que le moleste mi peso, ni al estar delgado ni al estar más gordo, a todas les encanta como soy sin importar como esté, pero a mi padre todo le molesta, creo que va a morirse sin entender que yo no soy las expectativas que tiene él.

Pero salí a correr, y me sentí vivo, lo importante de hacer ejercicio es que puedes estar delgado o gordo, pero cada día en el que lo hagas, te vas a sentir bien, te vas a sentir hermoso, y los otros van a sentirte como te sientes, en tu voz, en tu mirada, en tu felicidad contagiosa.

Los copos de nieve caían suavemente, nunca he leído o escuchado palabras o recuerdos que caígan sobre la vida de forma tan hermosa como lo hicieron esos copos durante toda mi carrera, durante toda la mañana, durante el resto de mi vida, que empieza y termina ahora.

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