martes, 19 de junio de 2018

Ana McCormick

Él se hallaba leyendo, el libro hablaba de Europa y de ese hábito que tenían de no entregarse al ocio, de sentirse culpables por él hasta el punto de impedirles disfrutar de las vacaciones. En su caso era todo lo contrario, se sentía un dios, era joven, hermoso, talentoso y con un poder de encantamiento sin igual, que sembraba en él el pánico de estar consciente que esas facultades no eran para durar toda la vida, aunque sin embargo muchos vivían sin haberlas tenido. Era un perezoso, el nivel de autocomplacencia era tan alto como su descomunal talento, no escribía por disciplina o porque se lo propusiese, intetaba alargar el párrafo mientras leía, evadir las ganas de escribir hasta que terminara el primer capítulo de la muerte en Venecia, pero las ganas de escribir lo desbordaban y debía sentarse a escribir a regaña dientes.

Escribía sobre Ana, pensaba en su musa anterior con dolor, le dolía escribir y le daba miedo empezar a escribir sobre Ana, Ana era dejar ir su último sueño y empezar uno nuevo, toda mujer de la que escribía se iba de su vida, por eso le daba miedo escribir, sabía que las mujeres eran flores ingratas que morían al regarse demasiado, pero no podía dejar de pensar en ella, en sus defectos sin maquillar, en su ternura casi accidental, en esa incapacidad de dejarse querer que le hacía entregarse y retroceder en cada paso.

Él no hacia nada para seducirla o enamorarla, ella sola se entregaba cuando quería, víctima aunque no lo quisiese de su masculinidad, de su personalidad dominante y dulce, de su paz perturbadora ante los escenarios de drama, y de esa sensibilidad que hacia mojarse a las piedras y poner a la defensiva a las mujeres más frías por miedo a someterse a los encantos de ese ser que ni siquiera esperaba admiración de los otros seres en la tierra.

Era perturbador, su saliva se hacia verde durante los besos, Ana iba dejando caer cada extrañeza de las no pocas que tenía y esperaba el plato roto, el reclamo, el odio y el rechazo que tanto la marcó de infancia, y él tranquilo, comprensivo, amoroso. Debía no quererla, pensaba ella, tanta ternura sólo puede nacer del hecho de que no le importo. Y estaba en lo cierto, ella no era su prioridad, de serlo la necesitaria, y de necesitarla no tendría otra opción que temerla y odiarla. Pero allí estaban, ella derretida con él como un gato que viene y se va, y nadie lo busca y vuelve a venir, y él y su sonrisa de poeta, y él y sus malditas otras mujeres que lo aman por las mismas razones que yo, porque es perfecto, o por lo menos de no serlo es mejor que si lo fuese. Él, él y todas lloviendo ante sus pies como si fuese un sol, algún día llegara a viejo y nadie lo va a querer, pero yo, yo, maldita sea, yo, quiero tenelo dentro de mí, meterlo en mi interior, que se vuelva leche blanca y viva en mi estómago y se haga niño y bese mis senos y haga renacer todos mis sueños y sea la respuestas a las preguntas que no me he planteado.

Él miraba a la derecha cuando hablaba, y en cada palabra parecía que iba a volver a empezar el mundo, y las ganas, y el dolor infinito.

No hay comentarios:

Publicar un comentario