viernes, 29 de junio de 2018

El oficio de flor

Comprendía ya muy tarde que su belleza no era una cualidad propiamente suya, sino de la juventud misma, la cuál enciende nuestros sentidos por el instinto biológico que nos hace asociarla con fertilidad.

Siempre la asoció consigo misma, creyendo que el efecto que producía en otros le pertenecía, sabiéndose hermosa y deseada, hasta convertirse su belleza en una prioridad, no tanto por una necesidad de conseguir como por una necesidad de ser; y ahora estaba perdida, no la belleza, la belleza estaba ahora en otros cuerpos más recientes de esto que somos que es la especie humana, y que tratamos de ignorar a través de la noción de lo individual, a través de esa sed de ser especiales. No, quien estaba perdida, era ella misma.

La costumbre, el sentido de continuidad, ese error tan repetitivo de los jóvenes de creer que lo que ellos son durará para siempre, o por lo menos continiará indefinidamente, pero no es así, nada dura ni continúa, la continuidad es un invento del hombre, para darle un orden y un sentido a lo que no tiene o que tiene uno completamente ajeno a sus deseos y pensamientos, que es al final de cuentas lo único que conoce.

Y ahora se hallaba así, siendo las cenizas de lo que alguna vez fue, anhelando verse reflejada como un fuego en los ojos del que la miraba, del que la miraba y la confundía con sus sueños, y del que la miraba con el dolor intenso y sin final de la frustración, enfermedad del deseo.

Antes, esos ojos la agobiaban, la intimidaban, le hacían sentir miedo ante tanta presión, tantas expectativas. Lo cuál le hacía abandonar a hombres por no hallarlos sinceros en sus intenciones -y no lo eran- y otros por sentir que no debía confiar, exponer sus sentimientos, arriesgarse a ser herida -y tal vez estaba en lo cierto, pero jamás sería capaz de entenderlo porque no era capaz de ver a donde se hallaba la raíz del problema.

Ya no estaba en la edad de las agradables mentiras y de los engaños, de la realidad distorsionada, de aquello que por ignorancia o miedo llamamos felicidad o amor.

Ahora estaba sola, como si su vida ya no fuese suya. Estaba sola y asustada, pero todavía respirando y sintiendo; la vida, suponiendo que existiera, debía de ser otra cosa, algo más allá de este vacío y este terror que atormentaba su cabeza e impulsaba sus acciones a fuerza de desesperación y de un deseo de evadirlo a toda costa.

1 comentario: