lunes, 30 de abril de 2018

Carta a una niña (II)

¿Alguna vez te ha pasado que observas un árbol de flores rosadas hasta que te arde la cara de tanto sentir? Ha sido un día tan hermoso, ha pasado tanto en tan pocas horas. Primero te diré que soñé con dos caballos, un toro, y no recuerdo si otros animales, pero lo impresionante del caballo era que me hallaba en el establo de unos vecinos, y me sentía asustado, porque pensaba en que iban a pensar que estaba haciendo algo malo, y la verdad no tengo la menor idea de cómo llegué ahí, me aferraba con fuerza a una viga llena de telarañas, sabes que siempre sueño con telarañas cuando algo me preocupa (por cierto, en estos días vi una blanca, tan pequeña y tan preciosa), y la voz dulce y misericordiosa de una mujer que no podía ver pero sabía que era rubia natural, me decía en inglés que no me asustara, que la hembra no hace nada y que el macho sólo necesita sentir mi sensibilidad para entrar en un modo manso de dulcura. Oh, mi niña, tú sabes que sensibilidad es lo que me sobra, y el hermoso caballo pardo empezó a lamerme hasta fundirnos los dos en un solo sentir, en un solo cariño.

Antes de sentarme a escribir esto pensaba en un verso de un bello poema de Cortázar en el que dice 《ésta, la cárcel en la que aún te retengo.》 es un poema tan bello, espero puedas leerlo y sentirlo arder como me arde a mí recordarlo.

Oh, alma querida, no es lo mismo sentirse solo que estar solo; sentirse solo es sentirse lleno de ausencias, ser atormentado por la incertidumbre, pero estar solo, ah, alma mía, estar solo es sentir tanto y con tanta intensidad que uno ya no está ni es, porque ser es ser pasado y futuro, pero en el presente vivido, nunca se es, y la ausencia de uno mismo le da una extraordianaria vida a todo lo que existe o empieza a ser a tu alrededor cuando ya tú no eres. Todo acaba de nacer, y esa, mi niña, esa es la verdadera muerte, la del pasado, y cuando esa muerte ocurre, la otra, la muerte temida, pierde todo su significado.

Al ir caminando un inmenso y hermoso labrador atigrado que me llegaba hasta el pecho (y me hizo recordar al caballo de mis sueños) se acercó a mí mientras su preciosa dueña (una mujer de identica a la que vi sin ver en mis sueños), decía sin apartar su atención de la llamada telefónica en la que se encontraba que el perro era amigable, y lo fue, enterro su poderosa nariz en ese enorme pene que tanto te encanta ver llegar hasta mi ombligo cuando despierta junto a mis instintos más salvajes, y luego de olerme (y por supuesto olerte a ti) se retiró dejándome en la hermosa e infinita soledad de aquella, la verdadera vida, y no la de las cosas que tan encarnizadamente damos por sentado.

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