martes, 1 de enero de 2019

La vida que eligió vivir

"Hágame el favor y se me va al cuarto y se pone a leer y a escribir", le dijo él, con un tono disciplinario que imponía una autoridad que pondría verde de cólera a cualquier feminista que se metiera donde no la estaban llamando.

A ella por su parte le encantaba, era una mujer femenina, letrada, con un enorme talento para la prosa y la poesía, devoradora de libros y alérgica a la redacción de ensayos o a cualquier manifestación de la palabra que no fuese artística. Sentía e imaginaba, pero era incapaz de ideas o de explicaciones, como Cortázar.

Su único pecado era tal vez no ser hermosa, era atractiva, pero no llegaría al cine, ni al mis universo, ni siquiera a ser la amante de un hombre rico. Pero eso la hacía perfecta, sin la tentación de ser puta debido a la incesante demanda de los hombres, se entregaba a soledades melancólicas que le brindaban al mundo las piezas de literatura más exquicitas que alguna vez hayan dado los relieves venezolanos.

Hacían el amor todas las noches, y lo despertaba todas las mañanas con el desayuno listo, el café a su gusto (como le enseñó su suegra) y con una mamada de güevo digna de ganarse el primer lugar en la vida de un hombre tan importante para la historia.

Era de esos hombres que saben lo que quieren, que no les importa si es correcto, harán lo que sea y pagaran el precio que sea necesario para conseguirlo. Ella era como su hija, la mantenía, la enseñaba el oficio de ser la mujer perfecta para él. Él la había elegido por lo que era, pero la mantuvo en su vida por lo que sabía que podía llegar a ser.

Debía mantener la casa limpia, cocinar, atenderlo, y por sobre todo: escribir y leer. Le imponía que creciese, porque ambos eran animales de letras, seres callados con una naturaleza tímida e introvertida. Ella podía hacer lo que quería, mientras eso no significase faltarle el respeto, y apenas se diese la ocasión de que ella cruzara una raya que no debería, el con prontitud lo dejaba saber, con una autoridad que le humedecía en instantes la ropa interior.

"Vaya al cuarto y se pone estudiar, me hace el favor."

Y ella se iba, feliz, gloriosa, en el fondo no es que no quisiese escribir, ella vivía para eso, el asunto era que al saber que su hombre seguía siendo aquel guardían inquebrantable del cuál se enamoró y al cuál le entregó su cuerpo para ser de un solo hombre por el resto de su vida; al saber esto, ella se llenaba de dicha, se sentía segura, animada, fuerte. Creer en él era creer en sí misma. Siempre había escrito antes de conocerlo, pero al conocerlo, él le brindo algo que llenaría de poder para siempre la magia de sus letras, y ese algo era la certeza de que pertenecía a este mundo, de que tenía un hogar, el mejor hogar de todos: ser la mujer del mejor hombre que jamás haya existido. Y se iba contenta, y escribía, con la dicha de quien es feliz con la vida que eligió llevar.

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